lunes, 21 de noviembre de 2011

El recordatorio

(Octava entrada, final)




El nerviosismo de fallar era inmenso,  ya que ninguno quería morir en el intento de escapar. Sin demoras se dio principió al plan. Héctor comenzó la revuelta y yo me encargué de dirigir la distracción principal. Lo demás prisioneros hacían el resto golpeando a los soldados, mientras Miguel les dio muerte con un martillo. La revuelta fue apaciguada rápidamente, pero logramos escondernos para no ser capturados, cuando la situación se tranquilizo nos dispusimos a salir cuidadosamente.



Nuestro objetivo había sido alcanzado, pero por alguna razón no me encontraba feliz. Lo único que faltaba era realizar el cambio de los cadáveres, pero debíamos esperar a que oscureciera. Esa noche antes de terminar nuestro propósito de fuga. Me dirigí a la puerta de la entrada principal. Levanté la cabeza y miré el cielo pensando que podía morir sin lograr  ver de nuevo a mi amada, ya que desde la aplicación de la Ley Pandemónium. Los militares de la UNS la habían apartado de mi lado. Una pequeña foto era mi único recuerdo de ella.



Héctor se dirigió hasta donde me encontraba y colocando su mano en mi hombro dijo: “Ya es hora”. Yo me encontraba distraído, pero no importaba. No podía renunciar. Nos dirigimos al lugar del cambio, donde aguardaba Miguel. Al llegar él no se encontraba ahí, ni siquiera estaban los cuerpos de aquellos soldados que habíamos matado. Ambos desconcertados de que ocurría. Nos apresuramos a salir de aquel sitio, pero ya era demasiado tarde estábamos rodeados por soldados. No lo podía creer iba a morir. Al mirar alrededor noté que se encontraban de pie los soldados que habíamos matado. No comprendía que sucedía o no lo hice hasta que Miguel salió de entre los soldados.



El ambiente se volvió sombrío, pues Miguel nos había traicionado y era cuestión de tiempo para que abrieran fuego en contra de nosotros. Héctor  y yo nos miramos fijamente. Sabíamos que teníamos pocos segundos de vida. Miguel se acercó a nosotros y dijo: “Lo siento”. Tuve que sujetar a Héctor para que no lo golpeara. Yo solo pesaba qué le había ocurrido a mi hermano, qué él no regreso. En ese momento un estallido se produjo en la entrada principal. ¿Qué sucedía? Todos los soldados corrieron a ver lo que ocurría. Tres de ellos nos apuntaban para que no intentáramos escapar. Al llegar hasta el lugar del siniestro. Un tanque de guerra destruía las instalaciones, lo que permitía la fuga de los prisioneros. Los militares intentaban detener el ataque, pero fracasaban ante el vehículo.



De pronto uno de nuestros custodios cayó al piso y después los otros dos también. Al voltear vi a Miguel sujetando un arma, manchada de sangre, con la que derribó a los soldados. Yo no entendía nada. Miguel gritó “muévanse amigos hay que salir de aquí. Síganme”, ambos corrimos detrás de él, y abordamos una camioneta. Dentro se encontraba César  y un grupo de rebeldes. Miguel nos explicó que la supuesta traición había sido planeada por César y solo se le notifico a él, pues así se tendría la atención de los militares y se podría entrar fácilmente.



Yo le pregunté a César: ¿a dónde nos dirigíamos? Él sonriendo dijo “a casa. Nos vamos a casa”, se acercó a mí y me entregó una carta. La miré y con sorpresa titubeó antes de leerla, ya que el remitente era Ángeles. Al concluir la lectura. No pude evitar llorar, pero no de tristeza sino que de alegría, pues la carta decía que Ángeles estaba embarazada. Yo me encontraba feliz, debido a que seria papá. César colocó su mano en mi espalda y me dijo qué sabia en donde se encontraba, pero era riesgoso ir en grupo.



Al llegar a un refugio. Todos bajamos de la camioneta y yo le pedí a César que me dejara ir por Ángeles. Él asintió y solo me solicito que regresara en cinco días, mientras tanto él iría por nuestra madre. Ambos nos despedimos y acordamos regresar a tiempo. Héctor y Miguel decidieron acompañarme. Yo solo quería ver de nuevo a Ángeles y el recordatorio de ser padre me daba valor.

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